Mauricio Trujillo Uribe
03 de enero de 2021
En agosto de 2020 se posesionó Margarita Cabello como Procuradora General por cuatro años. A la cabeza de uno de los órganos de control del Estado, encargado de iniciar, adelantar y fallar las investigaciones por faltas disciplinarias que se adelanten contra servidores públicos, Cabello había sido postulada por el presidente en la terna de la que se elige el representante del Ministerio Público. Duque logró que las bancadas mayoritarias del Senado apoyaran su candidata.
Más allá de que la Constitución permite al primer mandatario ternar un candidato para procurador, el solo hecho de que Duque promoviera la elección de uno de sus inmediatos colaboradores de su gobierno, su ministro de justicia, quien pasaría a controlar disciplinariamente el comportamiento de los funcionarios de su gobierno, constituye una conducta ética reprochable. Más allá de la importante trayectoria académica y profesional de Cabello y de su voluntad de obrar con autonomía, Duque enviaba un pésimo mensaje al país contrario al equilibrio de poderes del Estado, regla de oro de la democracia. Más allá de que la cuna política de Cabello sea Barranquilla, en donde forjó vínculos con el uribismo y la clase dirigente, y de que en las elecciones de 2018 los votos de los partidos uribistas y clanes tradicionales en Barranquilla fueron decisivos para Duque, llevar el modelo de cuotas políticas al terreno de los órganos de control refleja el espíritu hegemónico de Duque y la clase política en el poder.
Pero si la primera mujer Procuradora General en la historia de Colombia, un hecho a celebrar, inició su período con fuertes cuestionamientos por su cercanía con Duque, no le han faltado nuevos tropiezos en razón de cómo el presidente, las mayorías parlamentarias y ella misma, han querido mantener en la Procuraduría la competencia para destituir e inhabilitar a mandatarios de elección popular, luego de que la Corte Interamericana de Derechos Humanos conminara al Estado colombiano a reformar su ordenamiento para que aquellos sólo lo puedan ser mediante condena de un juez en proceso penal, y no de funcionarios administrativos como los del Ministerio Público.
La “solución” consistió entonces en crear en la Procuraduría una instancia con facultades judiciales encargada de juzgar y sancionar los fallos de destitución e inhabilidad contra dichos mandatarios, distinta de la instancia encargada de la instrucción del proceso, dos etapas que antes hacía una sola instancia. En este sentido puede decirse que esta reforma introduce una mejora en las garantías que deben rodear el debido proceso, aunque su alcance es limitado por el “espíritu de cuerpo” que normalmente existe en el seno de una misma institución. De otro lado, Cabello alegó que esta reforma evitaba el riesgo de prescripción de las actuaciones disciplinarias en curso contra funcionarios de elección popular, lo que abriría evidentemente una puerta hacia la impunidad.
Sin embargo, la “reingeniería” del Código Único Disciplinario del Ministerio Público no cumple con la sentencia de la Corte Interamericana en lo referente a la jurisdicción del funcionario competente para destituir o inhabilitar a los mandatarios de elección popular, que es la esencia del fallo de este tribunal internacional, y así éste lo advirtió el 21 de diciembre pasado. Al final de cuentas, los fallos siguen quedando en la Procuraduría, un órgano administrativo. Es una reforma fuera de tiesto.
A pesar de ello, el 24 de diciembre pasado, Duque expidió el decreto que aumenta la planta de la Procuraduría y Cabello anunció la creación de 1.208 cargos para proveer la instancia recién creada, pretendiendo así dar cumplimiento a la sentencia de la Corte Interamericana. Por si fuese poco, este anuncio se produce en pleno proceso electoral para Congreso y Presidente en marzo y mayo próximos, en un país en donde la clase política acude a las promesas burocráticas para conseguir votos. Además su costo asciende a más de $12.000 millones mensuales, cuando el 42% de la población colombiana vive en la pobreza según el último reporte del Dane.
Estamos entonces ante un impase en un asunto de importancia para nuestra democracia: sacar de la competencia de los funcionarios administrativos la decisión de destituir e inhabilitar a servidores públicos de elección popular, pero al mismo tiempo evitar que los procesos llevados a los jueces penales prescriban por vencimiento de términos por causa de la inmensa congestión judicial, uno de los principales problemas de la justicia en Colombia.