Paco el seminarista

La plaza de Alfaro estaba llena, la gente apretujada, hombres y mujeres codo a codo. En la tarima donde yo me encontraba decían que eran más de veinte mil. Habían llegado con sus pancartas desde diferentes puntos de Cartago para escuchar al orador que llamaba a conformar el gran movimiento de los no polarizados

Mauricio Trujillo Uribe  
16 diciembre 2019   

La plaza de Alfaro estaba llena, la gente apretujada, hombres y mujeres codo a codo. En la tarima donde yo me encontraba decían que eran más de veinte mil. Habían llegado con sus pancartas desde diferentes puntos de Cartago para escuchar al orador que llamaba a conformar el gran movimiento de los no polarizados. ¡Quién lo creyera! el amigo de mi padre, René, que visitaba nuestra casa cuando éramos niños, se había vuelto figura nacional y ahora se dirigía a una multitud que lo oía con atención y, sobre todo, con entusiasmo.

Recordé que ya había visto una actitud similar hacia él un año antes, en una reunión de gente humilde en un salón comunal levantado con tablas y tejas de plástico. Yo estaba entonces en vacaciones escolares y mi padre me preguntó si quería acompañarlo. No lo dudé, le respondí que sí. A mi edad, catorce años, ese viaje era toda una aventura.

─Saldremos el sábado después de medianoche para Manizales. Tú vas y vuelves con el grupo, yo lo haré en la camioneta de la fundación. Pero cuando estemos allá te mantendrás siempre a mi lado y serás sólo oídos –me advirtió mi viejo.

Me embarcaron en un bus de color verde, grande, moderno. Éramos veinte: subí de primero, luego un señor ya mayor que me saludó muy afectuosamente, eso me sorprendió, y enseguida los demás, eran universitarios. En la parte de atrás del vehículo llevaban gaseosas, cajas de galletas, libros y otras cosas, en particular un proyector enorme que tenía dos carretes, un telón plegable y una planta eléctrica. Al llegar a nuestro destino en la mañana, descubrí un conjunto de casitas improvisadas alrededor de cinco calles de tierra pisada, en una loma en las afueras de la ciudad. Los habitantes nos recibieron sonrientes y rodearon con afecto al invitado especial. De cuarenta y tantos años, alto, amable, la figura y condición de René inspiraban confianza.

Recorrió el lugar saludando y hablando con unos y otros, antes de pasar a la reunión en donde mujeres curtidas, hombres de camisa arremangada y ancianos curiosos, se acomodaron para escucharlo. Al terminar su charla en medio de aplausos y abrazos, hubo sorpresa y algarabía cuando mi padre, ubicado atrás del salón, operó el proyector y una luz potente iluminó el telón sobre el que rodó un corto metraje mostrando cómo hacer letrinas en toda la regla. Cuando emprendimos el regreso al anochecer, el grupo estaba contento: cantaban, echaban cuentos y comentaban la jornada sacando pecho. Y en ese ambiente, el veterano, que se había sentado a mi lado, me contó esta historia:

Una noche Paco no conseguía conciliar el sueño… no era normal, por lo general dormía de un solo tirón. Se recostó contra el espaldar de su cama preocupado por lo que le había dicho un pariente suyo cuando fue a visitarlo a la parroquia.

─¿Y usted cómo cree que le va poder ayudar a su mamá cuando lo manden de cura a un pueblo en medio de la nada?

Esa pregunta lo atravesó como un rayo. Matilde había llegado a la capital embarazada de él, y aunque había sido maestra rural no tuvo otra opción que ponerse a coser para ganarse la vida. Madre soltera, había querido escapar a la censura beata de su pueblo.

Paco notó a través de la pálida oscuridad que su compañero de dormitorio no estaba en su cama. Habrá ido al baño, supuso. Se había entendido bien con René, el padre que oficiaba la misa, a pesar de la diferencia de edad: él con veintiuno, aquel en los treinta. Lo sentía sincero y además contaba historias graciosas e interesantes de su viaje a Bélgica. En cambio, el cura titular, un hombre mayor, era colérico y autoritario. Todo le disgustaba. Quizás por eso Paco echaba de menos la vida del seminario, había sido enviado recientemente a la parroquia de San Mauro como paso previo a vestir los hábitos.

Sus primeros recuerdos lo llevaban justamente a la cocina del seminario en donde Matilde, por fin, había conseguido un trabajo estable como ecónoma encargada de las compras y de hacer equipo con las cocineras para alimentar cuarenta vocaciones. Cuando no tenía con quien dejar al niño, lo traía. Paco revoloteaba por entre las piernas de las mujeres y cuando se alejaba por los pasillos su mamá lo devolvía de una oreja. Hasta que un día, afortunado para ella, la llamó el padre superior a su despacho y le propuso que dejara a su hijo con ellos.

─Con la ayuda de Dios nos encargaremos de su educación y lo llevaremos por la senda religiosa –le dijo.

Sus palabras fueron agua bendita para la señora. ¡Qué más podía pedir, su niño tendría techo y comida, y sería sacerdote a mucho orgullo! Se deshizo en agradecimientos y rezó. Un tiempo después Matilde regresó a su tierra natal.

René se está demorando, es extraño, pensó el seminarista. El baño quedaba al final del pasillo de ese segundo piso. ¿Y si le pasó algo? se dijo a sí mismo. Inquieto, se levantó y miró por la ventana hacia la calle. Todavía seguía allí el cordón de policía que desde hacía varios días rodeaba la fábrica de cerveza contigua a la parroquia en donde los obreros en huelga se habían atrincherado. El suceso había tomado notoriedad en los medios de comunicación y el gobierno había preferido no atender la solicitud de desalojo que pedían los patronos. Esperaba, en cambio, que los trabajadores se vieran forzados a cesar la ocupación de otra forma: ordenó cercar la fábrica e impedir la entrada de alimentos.

Paco se sentó sobre la cama sin saber qué hacer. Su mamá seguía presente en su pensamiento. Dulce y algo ingenua, siempre le hablaba de su pueblo y en alguna ocasión le contó lo de su progenitor. Por eso cuando un tío le preguntó:

─¿Quieres conocer a tu papá? ¡Yo sé dónde encontrarlo!

─No, no tengo para qué –le respondió tajante el chico de doce años.

El individuo en cuestión era un funcionario departamental que iba de pueblo en pueblo. Así había conocido a Matilde y así mismo había desaparecido.

Más de media hora había pasado y René no aparecía. Dudoso, decidió salir a buscarlo; no lo encontró en el baño pero al regresar vio a través de los ventanales del corredor un bulto que se movía junto al muro de ladrillo que colindaba con el patio de la fábrica aledaña. Bajó asustado pero dispuesto a entender qué pasaba.

De piel clara, crespo y ojiazul, como muchos de los campesinos de la región de su mamá, Paco era de estatura mediana y piernas macizas. Se destacaba por ser buen basquetbolista: los deportes eran parte esencial de la formación de los jóvenes aspirantes al sacerdocio. Mente sana en cuerpo sano, repetían los curas. La institución estaba regida por sacerdotes españoles que apoyaban la dictadura de Franco. De mentalidad anticuada y represiva, castigaban a los muchachos por cualquier cosa. La letra con sangre entra, era su lema. Pero no con Paco: en aquel ambiente de recogimiento y disciplina, conversaciones en voz baja, cánticos gregorianos y zurriago para la autoflagelación, las directivas vieron en él un chico inteligente. Leía el catecismo en voz alta con mucha personalidad y se distinguía entre los demás seminaristas. Sin embargo, algunos sacerdotes lo miraban con cierto recelo por su inclinación a hablar de temas sociales alejados del altar de Dios.

Ya en el primer piso Paco salió por la puerta lateral a la huerta y esta vez pudo identificar lo que sus ojos veían: René estaba lanzando unas bolsas por encima del muro, hacia el patio de la fábrica, al tiempo que susurraba con alguien del otro lado.

─¿Qué pasa? –le preguntó el seminarista.

El sacerdote lanzó el último paquete y mirándolo se puso el dedo en la boca:

─Shhiii… te explicaré en el cuarto –y ambos regresaron sigilosamente.

─Estaba pasándoles comida a los obreros que están en huelga –le dijo René, y le soltó todo un discurso para justificar su acto.

Sin pensarlo dos veces, Paco se ofreció a ir con él: en las siguientes noches ambos se deslizaron del dormitorio a la alacena de la parroquia y luego al muro, a la hora convenida. Días después el aguante de los trabajadores forzó la concertación y la fábrica retomó su ritmo.

Un domingo vino a la iglesia un grupo de personas que quería hablar con René, esperó a que éste terminara la misa y cuando salieron los últimos feligreses se acercó al padre. Eran tres hombres de aspecto obrero y una señora ya mayor acompañada por una bonita adolescente. La dama portaba un abrigo negro y sombrero con velo, como se usaba en ese tiempo, y fue ella quien tomó la palabra. En la cervecería Westfalia, la más grande del país, trabajaban antiguos obreros socialistas, entre ellos un primo de Susana, y éstos le habían contado el episodio del muro en una de las reuniones que todavía ella solía hacer en su casa.

─Vayamos a visitarlo y llevémosle un regalo –les propuso, y acordaron la fecha.

Susana conservaba aún cierta aureola en los barrios orientales de la capital donde había liderado una asociación en defensa de las familias de los inquilinatos frente a los desalojos abusivos con policía y garrote. Vivía sola con sus siete hijos en el barrio Egipto, allí conseguía el pan diario colocando un pequeño escritorio en el andén de su casa al que acudían los vecinos para que les escribiera todo tipo de cartas con su bella caligrafía: misivas de amor, despecho, promesas y demás, que colocaba cuidadosamente en sobres de colores con cintas según el motivo.

El día previsto Susana llevó a su hija con ella. Alumna de la Normal Femenina, Olga encontró allí su afición por la escritura y, gracias a dos profesoras de mente abierta, las directivas del plantel le permitieron publicar un pequeño periódico estudiantil. Ella y su hermano eran hijos de una segunda relación que tuvo Susana con un hombre singular, quien falleció unos años después. Conoció a Tomás cuando al pasar por la plaza de Bolívar, éste se dirigía a un grupo numeroso de ciudadanos en el que ella reconoció a varios de sus vecinos, que luego se lo presentaron. Periodista y humanista, había sido uno de los fundadores del extinto partido socialista que dio mucho que hablar en la década del Veinte.

─Padre, en nombre de los trabajadores de la fábrica y sus familias queremos agradecer su solidaridad –le dijo Susana, refiriéndose al hecho que los traía.

─Dios la bendiga señora –exclamó René luego del intercambio de saludos–. Muchas gracias por el regalo pero no era necesario, sólo cumplí con mi deber de cristiano –dijo amablemente–. Pero esperen, no lo hice solo. ¡Paco, Paco ven!

El seminarista se acercó, saludó cordialmente a todos los presentes y sus ojos encontraron en ese instante la mirada de la joven. El padre los hizo seguir al pequeño despacho parroquial, se sentaron en torno a una mesa y en tono socarrón o en todo caso de satisfacción, comentaron animadamente lo sucedido: René y Paco lo vivido en la parroquia, los trabajadores delegados lo que pasó en la fábrica y Susana los sobresaltos y rumores de la calle. Al cabo de un rato se despidieron.

─Madre, aquí yo tendría una historia para el periódico, a lo mejor podría contarla de alguna forma –dijo Olga pensativa cuando salieron a la calle.

─¡Sí, pero no se puede, ni una sola palabra! –advirtió cortante Susana, dejando zanjado el asunto con su autoridad, tono y mirada, ante su hija y los tres hombres.

El bus iba a mitad de camino de regreso a Bogotá cuando el veterano terminó su narración. Había capturado toda mi atención. Emocionado, me dijo que siempre había querido escribir esa historia: era el más joven de la comitiva de los trabajadores que fue a la iglesia. Y agregó que nunca imaginó encontrarse esa noche contándome a mí ese episodio que marcó su vida. Cuando llegamos a la capital y me dejaron en casa me prometí que algún día escribiría esa historia.

Los aplausos, gritos y vivas sacudieron la plaza de Alfaro trayéndome de nuevo a la realidad, absorto como estaba en aquellos recuerdos. Miré a la multitud entusiasta cuando el vibrante orador terminó su intervención y comprendí que antes que debilitar su imagen, el reciente anuncio de la jerarquía de la iglesia de retirarle su condición de sacerdote le había ganado la solidaridad de mucha gente. Mi padre, a mi lado, me hizo entonces una señal para salir por la escalera lateral de la tarima, siguiendo al paso de su viejo amigo y ahora compañero de ruta e ilusiones.

─¡Tu discurso fue muy bien recibido, René, felicitaciones! –le dijo mi padre cuando llegamos a la camioneta que nos esperaba, al tiempo que otros miembros del equipo de la gira se subían a varios carros.

─Gracias Paco –respondió sonriendo René–. ¡Vamos! nos esperan en Palmira –le dijo al conductor, mientras reclinaba su asiento para descansar.

─Sí, todo está listo –comentó mi padre–. Pero compremos algo de comer por el camino, no quiero que este muchachito, cuando vuelva a casa, le diga a Olga que lo «dejé pasar hambre» –agregó en tono burlón, guiñándome el ojo.

La caravana de vehículos se puso en marcha dejando atrás Cartago.

FIN

Mauricio Trujillo Uribe
Diciembre 2019

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Taller de Escritores, Universidad Central, Bogotá, diciembre de 2019.

Fotos: yomismo – cathopic