Cahr-nah-vahu

Hace calor, las noches de febrero son así, el verano se instala, la brisa del mar se queda en el mar y el cielo no conoce nube, mientras la ciudad levanta los panderos y se va de fiesta. Desde que vengo al CAHR-NAH-VAHU, o festival de la carne vale como le decían antes, siempre ha sido así: se apodera de mí una sensación de euforia, que pronto se funde en la colectiva. 

Mauricio Trujillo Uribe 
30 de diciembre de 2019 

Hace calor, las noches de febrero son así, el verano se instala, la brisa del mar se queda en el mar y el cielo no conoce nube, mientras la ciudad levanta los panderos y se va de fiesta. Desde que vengo al CAHR-NAH-VAHU, o festival de la carne vale como le decían antes, siempre ha sido así: se apodera de mí una sensación de euforia, que pronto se funde en la colectiva. Bajando por las calles de adoquines, más y más gente va sumándose al jolgorio. Esta vez salimos del barrio Toquín. De las casitas coloniales de techos de teja, con sus paredes descascaradas, van saliendo los lugareños al ritmo de la batucada que, como campana de iglesia a sus feligreses, pasa y los convoca a la infaltable misa del Carnaval. Ningún vecino se queda, es la noche del frenesí, esperada y largamente preparada. Llegan con máscaras de mil diseños y colores, símbolo de anonimato y libertad; largas plumas en la tiara de la espalda, cual colas de pavo real; y disfraces inverosímiles haciendo alarde de creatividad. Vienen también con vestidos zoomorfos de leopardos, gorilas, burros y demás; y de grifos y unicornios, animales mitológicos que hacen volar la imaginación y la curiosidad. Marchan príncipes y maharajás, calaveras y demonios, y figuras paganas y religiosas. Y están presentes los trajes típicos, los viejos y raídos, los nuevos y rimbombantes, todos con lentejuelas y elaborados bordados. Es una especie de embrujo que contagia la piel en la medida en que nos acercamos al gran bulevar de donde proviene el eco colosal. Hombro con hombro, paso con paso, coro con coro, candomblé con candomblé, miles con miles vamos entrando en apretadas filas por las vías aledañas a la gran alameda que atraviesa la urbe. Y allí, de repente, frente a mis cinco sentidos, dos océanos: el de las olas que riman con los tambores que tocan desde el atardecer,  estrellándose en las playas de fina arena amarilla que sobre varios kilómetros delinean el malecón. ¡Y el de un millón de personas danzando y avanzando simultáneamente al compás de la samba, poseídas de una euforia colectiva que adivino transmutada de los ritos africanos de Ogadú!

Mauricio Trujillo Uribe
30 de diciembre de 2019